Por Elizabeth Salazar Vega
“Más de diez leguas está poblado de olivares, huertas, sementeras y alfarares; hay grandes cañaverales (...) Las lomas y quebradas en el tiempo de las garúas son vistosas, flores campesinas, y las que más se descuellan son unas amarillas (...). Todo el valle es fértil, hermoso…”.
Antonio de la Calancha
(siglo XVII)
Este fragmento de la crónica del padre agustino describe una Lima que cuesta imaginar. No hay registros documentales que señalen quién acuñó la frase “Lima, ciudad jardín”, pero escritos como este dan fe de lo que existía.
Hoy, en la ciudad se ha extendido cemento al punto que contamos con 1,98 m2 de áreas verdes por habitante, en comparación con los 9 m2 que recomiendan la Organización Mundial de la Salud (OMS) y otras entidades, y sus congestionadas calles emanan dióxido de carbono (CO2).
Para contrarrestar esto, las municipalidades tratan de plantar árboles y flores o sembrar césped, pero, muchas veces, a ciegas.
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